El vecindario estaba desolado y deshabitado hasta el punto de que los caseros te ofrecerían un mes de alquiler gratis con tal de que firmaras un contrato; muchos edificios no alcanzaban media ocupación, aunque esto no quiere decir que fuese un lugar tranquilo. Puede que mostráramos una actitud un tanto engreída en cuanto a que nos atracaran en plena calle, puesto que ninguno de nosotros tenía dinero, y se notaba, y los yonquis, a diferencia de lo que ocurriría una década más tarde con los adictos al crack, no solían apuñalarte por calderilla. Sin embargo, si no tenías los medios para colocar rejas en las ventanas, no dejarían de entrar en tu casa y, ¿qué sería de ti sin tu equipo de música? En las manzanas al este de Avenue A la situación era mucho peor. En 1978 me acostumbré a ver enormes incendios en aquella dirección cada noche, provocados casi siempre por pirómanos contratados por caseros de edificios vacíos a quienes les parecía una solución sencilla al dilema entre pagar impuestos de propiedad o cobrar el seguro. En 1980 Avenue C era un paisaje lunar de manzanas vacías y cáscaras de edificios. Allí, el comercio (pongamos de comida y ropa, por ejemplo) se llevaba a cabo en maleteros de coches, pero la industria más próspera era la del caballo, la única que daba uso a los edificios más destrozados de la zona. Las escaleras carbonizadas, los suelos con agujeros, la falta de iluminación, las entradas situadas en boquetes en los muros de la planta baja, todo servía a los imperativos psicológicos del mercado de la heroína.
Luc Sante