El libro de mi madre

Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta. No es razón para no consolarse, esta noche, entre los ruidos postreros de la calle, consolarse, esta noche, con palabras. Ah, pobre perdido que, ante su mesa, se consuela con palabras, ante su mesa y con el teléfono descolgado, pues le asusta el exterior y, por la noche, si está descolgado el teléfono, se siente rey y defendido de los perversos de fuera, tan pronto perversos, perversos por nada.

Que extraña pequeña dicha, triste y cojitranca pero grata cual pecado o bebida clandestina, qué dicha, sí, escribir en este instante, solo en mi reino y lejos de los cerdos. ¿Quiénes son los cerdos? Yo no os lo diré. No quiero problemas con los de fuera. No quiero que vengan a enturbiar mi falsa paz y me impidan escribir páginas por decenas o cientos según me dicte ese corazón mío que es mi destino. He decidido fundamentalmente decirles a todos los pintores que tienen genio, si no, te muerden. Y, de modo general, digo a todos que son fascinantes. Tales son mis costumbres diurnas. Pero durante mis noches y mis madrugadas sigo pensando lo mismo.

Albert Cohen

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