Leer de mentiras

Hay lugares que se conocen leyéndolos en libros, enamorándose del chico de la historia e imaginando que es una quien pasea de su mano por Barcelona, por Santo Domingo, por Budapest, por Buenos Aires. He aprendido con atención más bien insana, con más importancia de la que debería darle, en dónde exactamente se cruzan, por ejemplo, Salaverry y Javier Prado. En dónde está una plaza o un parque, cuál calle se conecta con una salida particular del metro. He aprendido incluso los mapas de ciudades que no existen, como las que inventó Tolkien y estoy segura que si me gustara Star Wars conocería otras tantas de memoria.

Decir que uno aprende en los libros no es decir poco: estoy segura que aquel año de 1987, cuando mamá recibió la gigantesca caja de la colección Educa de lectura, si papá hubiera sido un poco más veloz, yo no habría llegado a ser la mujer que soy. No voy a caer en el desfalco de afirmar que hay libros que la marcan a una. No: una es más allá de lo que lee. Pero yo leí con devoción todo el verano de 1987, con la misma energía con la que un chico post primer orgasmo se masturba noche y día tratando de encontrar ese obelisco perdido de la primera vez.

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