La hierba roja

Se tendió a su lado y la abrazó. Folavril se colocó de costado y le devolvió sus besos. Le acariciaba las mejillas con sus manos finas, y sus labios recorrían las pestañas de Lazuli, desflorándolas apenas. Lazuli, estremecido, sentía que un gran calor se asentaba en sus riñones y adquiría la forma estable del deseo. No quería apresurarse, no quería dejarse llevar por su apetito carnal, y había otra cosa, una inquietud real que le atormentaba y le impedía abandonarse. Cerraba los ojos y el dulce murmullo de la voz de Folavril lo sumía en un falso sueño sensual. Estaba echado sobre el costado derecho y ella le daba la cara. Levantando la mano izquierda, dio con la parte superior del blanco brazo de ella y lo siguió hasta la axila rubia, apenas vestida de un mechón de crin menuda y elástica. Al abrir los ojos vio una perla de sudor transparente y líquida que se deslizaba a lo largo del seno de Folavril, y se inclinó para saborearla; tenía el gusto de la lavanda salada; posó sus labios en la piel tersa y Folavril, sintiendo cosquillas, pegó su brazo a su costado, riendo. Lazuli deslizó su mano derecha por debajo de la larga cabellera y la cogió por el cuello. Los puntiagudos senos de Folavril se refugiaron en su pecho; ella ya no reía, tenía la boca abierta y el aspecto más joven aún que de costumbre: parecía un bebé a punto de despertarse.

Boris Vian

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