La ciudad del diablo amarillo

De lejos, la ciudad parece una enorme mandíbula, de dientes negros y desiguales. Respira, expeliendo al cielo nubes de humo, y resopla, como un glotón aquejado de obesidad.

Al entrar en la ciudad, uno siente que ha caído en un estómago de piedra y de hierro, en un estómago que se ha tragado varios millones de hombres y que ahora los tritura y los digiere.

La calle es una garganta resbaladiza y ávida, por la que resbalan hacia el fondo los pedazos oscuros del alimento de la urbe: los hombres vivos. En todas partes, sobre la cabeza, a los pies y al lado de uno, vive, retumba, festejando sus victorias, el hierro. Procreado por la fuerza del Oro, animado por él, envuelve al hombre con su tela de araña, lo aturde, le absorbe la sangre y el cerebro, le devora los músculos y los nervios, y crece, crece, apoyándose en la piedra muda, extendiendo más y más los eslabones de su cadena.

Como enormes gusanos se arrastran las locomotoras, llevando tras de sí vagones; graznan, lo mismo que patos gordos, las bocinas de los autos; zumba, huraña, la electricidad, el aire sofocante está, como una esponja, impregnado de miles de sonidos estridentes. Aplastado contra esta ciudad sucia, manchado por el humo de las fábricas, el aire permanece inmóvil entre los altos muros cubiertos de hollín.

M. Gorki

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