Día tras día

Recojo tus pasos, caminándolos en puntillas por temor a despertarte, hundiéndome en restaurantes repetidos, en Tizapán, en la tienda de la gitana, por donde nunca pasaste; miro tus fotografías, las pastillas Premarin, las inyecciones, el papel olvidado en el que me escribías bromeando: «jui adonde la mujer que me pone las inlleziones. Ecpero que me atienda rrapído. Oquéi? LLo (yo)». Y tú frente a las pirámides de Teotihuacán, pero también nosotros paseando por Niño Perdido, entrando a nuestra triste habitación, al parque hermosísimo. Jamás nos sentamos allí. Solamente lo mirábamos en las noches, cada uno por separado; y me dueles hasta el fondo de los huesos porque has muerto, porque ya no existo para ti, lejos ambos de la decoración, como dos ángeles castigados e inútiles, listos para que nos entreguen a las fieras.

Esta ciudad no existe, porque cualquier ciudad después de ti es nunca, desolación, ausencia, nada más que herrumbre, y un frasquito de Lutoral asesinándome, remarcando mi cobardía, la consumación de nuestros años juntos, recordándonos tal vez, doliéndonos para poder ser nosotros.

Tu cadáver reposa aquí y tu pequeño rostro parece que me va a sonreír, que va a volver para besarme, para acariciarme con sus ojos celestes. Nada después de ti y nunca más el mar, como habíamos previsto. Únicamente la necesidad de recordarte, de volverte a construir como ese sueño que venía soñando, como ese sueño que no pude soñar.

Miguel Donoso Pareja

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *