Cuando llegue Tania empujará la puerta y el leve chirrido de los goznes abarcará la tarde. Al escuchar ese sonido sentiré tibia la casa. Permaneceré en esta silla frente a la mesa, al fondo de la estancia. La miraré recorrer el umbral de la entrada, vestida de rojo, con una pañoleta gris en el cuello y su andar altivo. Ella mirará el sopor de los muebles, la ventana semiabierta por donde se cuela el fresco de la tarde, las colillas en el cenicero de porcelana. Sabrá que estoy en casa.
Cuando llegue Tania sus pasos delicados llenarán de sonido la fría osamenta de los muros. Mirará el sitio de mi espera, mis codos inmóviles sobre la mesa, las mangas tristes de mi camisa, ella con su cansada severidad desde el umbral de la puerta, el suave mechón de cabello negro sobre la frente, la falda ceñida, los pechos insinuados por la tela impecable de la blusa, envuelta en un aire de minerales adormecidos.
-¿Ya cenaste? -preguntará con la satisfacción secreta que regala hallar compañía en casa. Sin embargo, por la tarde, hace apenas unas horas, se miraba largo rato en el espejo de un café, al salir de su oficina, buscando con los ojos paulatinamente húmedos una pizca de miedo, una huella de nostalgia. Pero no la había. Su figura era mimética como la arquitectura espectral de los edificios, como los monolitos de acero de los ocios rentables edificados en la avenida; pintada cuidadosamente, con exquisita proporción en el lienzo que formaba la imagen panorámica de un espejo. Eran de cera la armonía rigurosa de sus labios cerrados, el arco desdeñoso de las cejas, el bosque oscuro del cabello. Al salir de su trabajo Tania había creído tener hambre; pero ya sentada ante el café lo único que tenía era esa visión panorámica devuelta por el espejo. Cerró los ojos y entonces percibió los relámpagos que se formaban sobre su frente, su figura estallando en cientos de puntos luminosos, la coreografía de la gente pasando por la calle, el enjambre de sus soledades, las palabras sin remitente que se agitaban por el aire, la prisa contagiosa que movía las horas. Se sintió una criatura detenida en un ciclo de pulsos absurdos que no eran los suyos.
Al llegar también dejará su bolsa en esa silla vieja de mimbre, con un movimiento que la costumbre ha perfeccionado. Se quitará su pañoleta gris, dejando al hacerlo un brevísimo suspiro que siempre esconderá algo vedado para mí. La plegará cuidadosamente e irá a la recámara a guardarla, como si pleglara el día lluvioso que concluye o el ir y venir de su vida, tras la puerta.
Cuando llegue Tania y haya hecho lo anterior irá a la cocina. Encenderá la estufa. Volverá hasta aquí y observará lo que puse sobre la mesa: un plato para ella, nuestras tazas con decoraciones de gnomos azules y una botella de vino.
-¿Vino? -preguntará sonriendo-
Escogeré un nombre suave como respuesta, un nombre que nada signifique pero que sea bello.
-Tarral Manzetbaum-
-De acuerdo.
Ella tomará su copa y un pan dorado. Comerá a pequeños trocitos como si en algún sitio de su espíritu el hambre fuera una impertinencia. Brindaremos (soliloquio y vino, calles donde la lluvia se cansó de caer, donde no tenemos sitio). La bendición helada de un trago largo de vino nos pondrá en paz con el anochecer. Cuando llegue Tania pondré la música que nos permite oírnos, aquel su disco favorito de sonatas. Ella canturreará suavemente. El olor de la cena y el oleaje de la música recorrerán el aire y llenarán la noche. Nos sentaremos a comer en silencio, con una vestimenta de quietud que a veces nos desgasta. Me preguntará por mi padre y sus enfermedades, por el trabajo, por mis planes para mañana. Le mencionaré su buen ánimo. Me intrigará con una sonrisa inesperada, bajando un poco los ojos, brillando con su lejana tristeza que a veces entona aquella ironía misteriosa.
Cuando llegue Tania esta noche charlaré de días escritos que son un atajo de palabras, de puentes oscuros sobre la avenida, de llamadas de saludo y la frescura del algodón en el verano, de la funesta felicidad de recorrer los aeropuertos, de los bares de la ciudad a medianoche y de otras dietas desoladas del espíritu. Dejaré el alrededor en paz para mirarla un instante. Porque si ella abre la puerta de esta casa y sus pasos resuenan firmes y tranquilos por el comedor, toda vestida de rojo con una pañoleta gris al cuello, será porque algo muy extraño pasó en el mundo para que los dos estuviéramos aquí. Igual somos otros. Arrojados al mar ajeno de nuestras vidas, prestados al fin, sin saber quién habita estos dos cuerpos, enamorados y soñolientos, que sentados a la mesa cumplen sus días con la humildad y la pasión de los artesanos.
-Tarral Manzetbaum -repetirá.
Cuando llegue Tania la invitaré a caminar. Quizá preferirá quedarse en casa. Entonces pasearé solo. Compraré cigarros en una farmacia donde un retablo de la virgen está alumbrado día y noche con neón rosa. El vino templará mi cuerpo como un bálsamo oportuno y sentiré a este hombre que soy caminando con otros pasos, jugando con mis llaves en el bolsillo. La noche de eucalipto aspirará los nombres del pavimento (Tania, animal marino, pasajera de mis embrujados huesos).
Al volver, ella seguirá canturreando las sonatas azules y acomodará cartas. Guardaremos aquel silencio que nos une tanto. Nos abrazaremos con la complicidad del tiempo, recorriendo nuestros pasos íntimos y nocturnos por la casa. El tren de la medianoche silbará a lo lejos. En la recámara tibia y sola envejeceremos junto a nuestros cuerpos, bajo nuestras breves palabras que no son para decir lo que sabemos. Los autos recorrerán la avenida con sus almas veloces. Dormiremos para vigilar el oscuro cielo.
Pero cuando llegue Tania tal vez la música lejana de otra casa con otra Tania se mezclarán a lo lejos por los rumbos de la noche. El mundo habrá girado y nuestros sueños serán otros. Ya no estaremos aquí (Tania, ¿estuvimos aquí?). Entonces otro hombre esperará a Tania, como yo en esta casa, y tal vez Tania ya no vuelva.
Jorge Fernández Granados