Si todo se queda en un entrecruzar de dedos, en una mera y guapa sugestión de lo táctil y no alcanzamos a desentrañar el misterio de ese manoteo ineficiente y un día nos miramos, apenas sostenidos por ese hilo de desearlo todo y en la práctica cotidiana de dar vuelta a los libros, asistir a las oficinas, subirse a los horarios y tu sabes, andar un poco más lejos que de costumbre, habrá entonces que doblar los papeles, llenarlos con esos ratos que nos prestamos, dejar lo tachado, lo impreciso, como si eso pudiera ser una extensión de nosotros. Así nos daremos los recados de darle de comer al pez, de atender los asuntos vulgares que a otros conmueven como pagar la lavandería, pulirse los dientes o colgar los trajes que nunca se usan e irnos así sucesivamente como en un juego de mesa donde ya todo ha sido indicado, donde no importe el siguiente final, que es un principio, porque habremos de volver a la misma casilla una y otra vez hasta memorizar el tablero. Si todo se queda así de revólver en ruleta rusa y alguien más nos apunta a la cabeza con el tiro adecuado entonces dejemos que el azar nos siga salvando porque en rigor nena, todo está en las manos. Todo ha sido un juego de dados, un repartir la suerte cuando nos citamos en lugares improbables y apenas decimos cosas, cuando en las mesas sentimos el reflejo de junto y nos dedicamos a beber cerveza o mezcal. Todo ha sido apenas un abrir de ojos, un caminar de vagabundos, un estar entre azoteas para mirar arriba y hablar de lo rocoso y lo cósmico aunque no entendamos. Todo ha sido un baile de ciegos en el inicio constante de nuestras trampas, en el azar que hay cuando jugamos con las manos y nos hacemos irresponsablemente cercanos. Todo ha sido un ver caer los números entre casillas con una facilidad de bicicleta y desayunar detrás de la temeraria apuesta por sentirnos solos. Si todo se queda en entrecruzar los dedos, guapa, al menos sigamos jugando a los dados hasta agotar todas las imposibilidades.