Y como ella era nadie, como sólo podía dar en respuesta un sonido ronco y la boca entreabierta, embellecida por el resplandor de la salida, Larsen prescindió pronto del auditorio y se fue contando, tarde tras tarde, recuerdos que aún lograban interesarle. Se recitó con vehemencia episodios indudables y que conservaban una inmortal frescura porque ni siquiera ahora podía descubrir el móvil que le obligó a entreverarse en ellos.
Así que, en la sombra helada de las tardes, para nadie, para una espaciada, ronca risa histérica, para los insinuados pechos como lunas, fue diciendo su historia sin propósito, se contó para ganar tiempo. Con algunos cambios dictados por el pudor y la vanidad, le fue posible hablar y mentir acerca de todo; ella no entendía.
Juan Carlos Onetti.