Hay escritores que nunca debieron ser inventados. Imaginen pues que la biografía de un tal Franz kafka la dictaron en sus ratos libres algunos colaboradores afines que aún permanecen en el anonimato. Piensen que la vida no es tan triste como la describen los libros y llegarán a deducciones más precisas, por ejemplo, que el hombre-lobo ya existía mucho antes de su aparición en las pantallas de cine, que los fundadores de la Patafísica nunca presenciaron más dilema que la sordina que producen los relámpagos cuando la marea sobrepasa el bordillo, que otros escritores, inevitables en cualquier manual de literatura, quizás hubieran elegido otra época, otros libros, otras portadas para pasar a la posteridad literaria, que a algunos de ellos, valga decir Roberto Bolaño, los descubrieron demasiado tarde y cuando les dieron su lugar ya se habían ido para siempre, que la literatura, como diría Hurbert Selby, es azar y mercado, maniobra y labor desquiciada, que Kafka hubiera sido más famoso de haber quemado sus novelas, pues lo que no se ha escrito es más fácil de imaginar.
Presiento la satisfacción-sádica que debió provocarle a Jean-Paul Sartre escribir La náusea, pero sé que no podría imaginarmelo follando con Simone de Beauvoir: el existencialismo de uno y el feminismo de otra casi que hace incompatible cualquier aceleración de la líbido. Piensen que la vida no es tan triste como la describen los libros, que hay un momento en que el chico conquista a la chica y el sol sale dos veces al día. Las leyes de la probabilidad lo niegan, pero al amor ya no se llega por la teoría.