Si miraras estos días en que el ruido blanco del barrio es mi amplitud modulada y mi desconcierto de noche y miraras como las persianas golpean el aire esperando que alguien -yo- se levante y deje de mirar el techo a oscuras y las cierre de un puta vez. Si miraras también la quietud con que me quedo mudo cuando no escribo y te pienso y los vecinos hacen que se hacen el amor de madrugada y miraras lo que yo ahora que me voy quedando sin recuerdos de alguien. Si miraras al menos mis paseos de peligrosa avenida donde los hoteles aún tienen ese neón de treinta años cuando yo apenas, y vieras como mis huesos van haciendo un resplandor de soledad eléctrica en medio de lo vacío que es querer decirte algo y en lugar de eso sonreír. Si miraras los libros inundando pausadamente mi cuarto comprenderías entonces todos mis balbuceos, de la vida, de los viajes, de la cama, de lo redondo que es leer en voz alta con el cigarro en la boca y el aliento a periódico. Si miraras lo que siento con estos ojos de sentirlo todo quizá saldrías corriendo, porque andar de mirón es una argucia legal para quedarse callado y no ser consignado a esa vida de ojos cerrados que tanto le gusta a la gente. No, no es junio que se rompe o esas niñas jugando a las balas fecundas, no es el trinar del smog a las siete de la mañana un sábado o el miércoles -da lo mismo-, ni el sol rampante que deja mirar las piernas debajo de las microscópicas faldas, ni tampoco la navaja que pende en mi cuello por si acaso. No. Lo que pasa es que los ojos, los tantos ojos con que nos estamos quedando ciegos quieren mirarte. Si miraras esta respiración con que nos hablo y nos escribo y quizá los gestos, las entrelíneas, el sexo de contado, los recibos pendientes, la mesita de letras, la pared blanca o mejor aún las sábanas enredándose conmigo en esta broma de etcéteras que es pensar en alguien con los ojos abiertos y no dormir por más que se intente.